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¿QUÉ ES EL BETIS?

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El Betis es un abuelo comiendo pipas, los pictolines y el palodú, el Bar Parada ensanchando sus orillas y el lento afluir de peregrinos que ya no tienen más dios que el que les da la espalda. El Betis es una iglesia atea, una oración sin fe, un pecado sin castigo, es el milagro de los casis y los porqués, es la herencia en una caja vacía, es el evangelio según san Rogelio. El Betis es un niño que pisa un charco, un Domingo de Ramos sin estrenar, un polizón en el barco de Caronte, unas palmas al compás en un sala vacía; es un marqués con billete de tercera, un reloj parado en la hora exacta, un bollo con aceite, unos churretes en la cara, un boleto extraviado en la rifa de la vida. El Betis es más callejón que avenida, más esquina que plaza, más arrabal que centro, es más corral de vecinos que urbanización, más puchero que sushi, más tachón que línea recta; es la otra orilla del río, los ojos de un puente ciego, es mojarse los pies en la orilla, la tiza en el mostrador, los mandaos envu...

SANITARIOS

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Las revoluciones comienzan en el lenguaje. Es necesario cambiar la forma en que algo se nombra para permitirle adquirir un nuevo significado o ampliar el existente, que viene a ser lo mismo. Aunque a veces parezcan explosiones repentinas o improvisadas, casi nunca lo son. O nunca. Incluso si aquellos que las protagonizan lo sienten así, siempre hay alguien detrás que ha urdido la trama, un demiurgo que dispone las piezas para que solo puedan moverse en una dirección. Y así, quien las mueve no es más que el ejecutor de un plan preconcebido, por muy original que le parezca. Desde hace ya un tiempo hay en marcha una revolución en la Sanidad. Una revolución no necesariamente implica progreso, aunque sea indispensable sustituir el orden establecido por uno nuevo. Esta es una revolución hacia atrás, como esos relojes que en las máquinas del tiempo de las películas de serie B corrían velozmente hacia el pasado saltando de fecha en fecha como alma que lleva el diablo. Así pues, podríamos habla...

NO HAY NOSTALGIA PEOR

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Crecí en un barrio obrero del cinturón norte de Sevilla. Lejos del mar, mi horizonte era un bosque de cemento y un arroyo medio muerto que serpenteaba por detrás de mi casa. Por las tardes, algunos internos del psiquiátrico que había en los alrededores paseaban libres por las calles. Sus nombres y apodos aún perduran en mi memoria: la Encarna, el Batalla, el Durito, Antonio cara de galo... Tuve como vecinos a un teniente de alcalde socialista al que cada mañana recogía un Mercedes y que en cuanto dejó el cargo salió huyendo del barrio. También a una chica que se enganchó a la heroína y murió muy lejos de su casa a una edad en la que le tocaba empezar a vivir. No fue la única. Para los que fuimos niños en los 80 el paisaje de las jeringuillas tiradas en el suelo era familiar, como lo era el miedo de nuestras madres a que nos pincháramos con una y contrajéramos el SIDA, esa epidemia que a caballo de la heroína dejó para siempre una huella imborrable en mi generación. Sin embargo, no camb...
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CUNA DE LA LIBERTAD A Cádiz, entre otras cosas, se la conoce como la cuna de la libertad porque allí se aprobó la Constitución de 1812, también llamada la Pepa, que aspiraba a colocar a España en la senda de la modernidad nacida de la Revolución Francesa y alejarla de las "caenas" monárquicas y de la molicie intelectual en la que estaba sumida. Después aquello acabó como acabó, con el infame Fernando VII regresando al trono mientras un pueblo palurdo enterraba entre vítores una oportunidad histórica de sacudirse la caspa del atraso. Pero algo de ese espíritu perduró en esa esquina del mapa, en esa balsa de piedra apenas anclada a la Península, esa cuna de locos geniales y de gente sencilla que fue haciendo del humor y de la inteligencia la mejor arma para luchar contra la miseria. La ciudad de la alegría de la que hablaba Dominique Lapierre no estaba en Calcuta, sino cruzando el Puente Carranza, atravesando las Puertas de Tierra y bajando a mojar los dedos en la orilla de la ...

Begoña Gómez , Torquemada y "El Proceso".

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 Asistimos atónitos estos días a las insólitas piruetas del infame juez Peinado para involucrar en su trama insostenible al presidente del gobierno. Retorciendo la ley hasta estrangularla, el magistrado se ha empeñado en instruir una causa general contra Pedro Sánchez poniendo la diana sobre la cabeza de su esposa, Begoña Gómez. Vaya por delante que cualquier ciudadano ha de responder ante la justicia de sus actos, sea un infante, la mujer del presidente o el más humilde ciudadano. El problema surge cuando a la investigada no se le informa sobre las acusaciones que pesan sobre ella, incurriendo en uno de esos procesos generales que tan queridos eran a la Inquisición y en los que el acusado tenía que probar que era inocente de algo que desconocía. La instrucción se alargaba hasta encontrar alguna culpa, la que fuera, e incluso en los casos en los que no era posible encontrarla, el acusado quedaba marcado de por vida. Lo que antes se lograba con la tortura física, en nuestro refinado...

Los 3 cerditos y el lobo del fascismo

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     Hace ya algunos años que el fantasma del fascismo recorre Europa. Por desgracia, lejos de ser percibido como una amenaza, para cada vez más habitantes de este continente cansado el fascismo es un ente de ficción como lo pueda ser Batman. O incluso más, ya que al justiciero de Gotham City lo han visto en el cine, mientras que las figuras lejanas de los dictadores que anegaron Europa en sangre son, como mucho, como los nombres de esos primos lejanos que hemos oído nombrar pero a los que no podemos poner cara.       Desde el ascenso de Pim Fortuyn en Holanda o Jörg Haider en Austria, el fascismo se ha ido extendiendo de forma lenta pero constante, como una mancha de aceite. Al principio fue recibido con cierta indiferencia, menospreciando el peligro que podía suponer para las democracias occidentales y repitiendo, en muchos casos sin saberlo, los errores que en el pasado condujeron al precipicio y la matanza. El joven cerdito europeo, más por el qué ...

Corazón al 3x4

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Yo tenía 10 años cuando descubrí el Carnaval de Cádiz. No fue en un lavaero, ni en la Caleta ni mucho menos en el Falla. Fue en casa de mi tía donde, con agüilla y ruido de fondo, una emisión pirata del vídeo comunitario mostraba a unos hombres disfrazados de indios y cowboys. Era el año 1988 y la chirigota se llamaba “Los combói dapejeta”. Casi na.                                   Tuvieron que pasar dos años hasta que Canal Sur comenzó a emitir el concurso. La Final, claro. Me pasé esos dos años y algunos más subiendo a la azotea de mi piso de un barrio obrero de Sevilla con una manta y una radio colorá para sintonizar los carnavales. Sintonizar es una manera de hablar, claro, porque a duras penas conseguía entender algo entre tantas interferencias. Las vecinas que subían a tender me miraban raro. Normal. También empleé ese tiempo en empezar a aprender carnaval. Y lo hice de la única manera posible: e...