SANITARIOS
Las revoluciones comienzan en el lenguaje. Es necesario cambiar la forma en que algo se nombra para permitirle adquirir un nuevo significado o ampliar el existente, que viene a ser lo mismo. Aunque a veces parezcan explosiones repentinas o improvisadas, casi nunca lo son. O nunca. Incluso si aquellos que las protagonizan lo sienten así, siempre hay alguien detrás que ha urdido la trama, un demiurgo que dispone las piezas para que solo puedan moverse en una dirección. Y así, quien las mueve no es más que el ejecutor de un plan preconcebido, por muy original que le parezca.
Desde hace ya un tiempo hay en marcha una revolución en la Sanidad. Una revolución no necesariamente implica progreso, aunque sea indispensable sustituir el orden establecido por uno nuevo. Esta es una revolución hacia atrás, como esos relojes que en las máquinas del tiempo de las películas de serie B corrían velozmente hacia el pasado saltando de fecha en fecha como alma que lleva el diablo. Así pues, podríamos hablar más de una involución que de una revolución propiamente dicha. Su origen está también en el lenguaje.
Desde la caída del muro de Berlín y el final del campo socialista, el estado del bienestar que había llevado a Europa Occidental a un nivel de desarrollo nunca visto comenzó a ser desmontado. Sin una amenaza que pudiera inclinar la balanza en su contra, el capitalismo pasó de enseñar las uñas a mostrar las garras sin ningún recato. Los pilares sobre los que ase asentó ese estado del bienestar (educación y sanidad) empezaron a sufrir una erosión continua, como una grieta en el pavimento que se va ensanchando hasta convertirse en una zanja que ya no puede sortearse. Como en la mitología clásica, quien no puede pagar su moneda a Caronte se queda para siempre en la orilla maldita.
Nuestro sistema sanitario ha sido poco a poco permeado por la perversión del lenguaje. El mundo líquido del que hablaba Zygmunt Baumann ha llegado a la sanidad para borrar sus contornos, diluir los roles y convertirla en un magma informe en el que cualquier profesional puede asumir cualquier rol independientemente de su formación o sus conocimientos. Ya no hay médicos, enfermeras, auxiliares o celadores. Ahora son todos Sanitarios. El objetivo es claro: depauperar la sanidad pública, convertir el acceso a la atención médica en un calvario y forzar a todo aquel que pueda permitírselo a buscar un seguro privado para escapar de la trampa. Sin saber, pobre de él, que se dirige directo a una trampa aún mayor. Porque, a qué engañarse, aunque las iniciativas vengan de los gobiernos (en muchos casos, gobiernos aparentemente progresistas), la realidad es que detrás hay lobbies, grandes corporaciones sanitarias e inversores que ejercen presión y si es necesario compran voluntades para marcar el rumbo de esas políticas. La política sanitaria es hoy un barco gobernado por un piloto automático.
Una vez determinado el lenguaje, solo queda armar el discurso. Bajo el paraguas de la igualdad, la interdisciplinariedad e incluso el feminismo, se articula una narrativa en la que los "usurpadores" son presentados como víctimas, damnificados de un sistema que les impide desarrollar sus competencias. Nos ocultan, eso sí, que esas competencias se desarrollarán arrebatándoselas a los que las ejercen hoy en día. Si esto es ya de por sí moralmente reprobable, lo vuelve insoportable el hecho de que estén en juegos vidas humanas. El atajo, el camino corto, el rodeo, no son más que eufemismos que llevan a una realidad: se pretende que alguien menos formado sustituya a otro con más formación y experiencia. Aquí entra en juego la temeridad camuflada de ambición de aquellos que se dejan encantar por los cantos de sirena, ignorando que los conducen al desastre y que en su caída arrastrarán a los pacientes. Más que saber, es necesario saber lo que no se sabe.
Por supuesto, los que toman estas decisiones son más que conscientes de los riesgos y de sus posibles consecuencias, tanto como lo están de que ni a ellos ni a los suyos les afectarán. La democracia no es solo votar cada cuatro años. La verdadera democracia consiste en poder acceder a la educación, la sanidad y la cultura independientemente de la extracción social. De no ser así, es una democracia formal, un espejismo, un sortilegio que dura lo que dura la ensoñación. La figura del médico no desaparecerá, pero dejará de ser democrática para volverse accesible solo para aquellos que puedan pagarla. Cuando H.G. Wells imaginó los viajes en el tiempo nunca pudo imaginar que seríamos capaces de retroceder 100 años en apenas unos meses.
En España, un médico gana por 40 horas semanales poco más de 2000€. Está además obligado a hacer guardias que no computan para la jubilación ni se contemplan como horas extra. Ser médico no es un privilegio; es un esfuerzo de 12 años de preparación estando siempre en la élite en cuanto a resultados académicos. Un esfuerzo del que luego se aprovechan los políticos de turno, que los explotan hasta que ya no queda juego que extraer para después arrojarlos al descrédito y señalarlos como los culpables del hundimiento de nuestra sanidad pública. Médicos, enfermeras, ayudantes y celadores no son sanitarios. Por mucho que los políticos se caguen en ellos y en todos nosotros...
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