EL ÚLTIMO ROMÁNTICO DEL FÚTBOL

Decía Bill Shankly, el mítico entrenador del Liverpool, que el fútbol no es una cuestión de vida o muerte, sino algo mucho más importante que eso. No es cierto, claro, aunque esto no necesariamente quiera decir que es mentira. Me explico. Para muchos aficionados al fútbol, su equipo no es importante por el fútbol en sí mismo. Tu equipo está ligado a tu vida, es parte de tu formación sentimental y, en algunos caos, incluso intelectual. Normalmente, uno es de un equipo porque su padre lo era, porque desde niño lo vivió en su casa, porque compartía con su familia primero y luego con sus amigos esa liturgia de ir cada fin de semana al estadio y ver pasar la vida en 90 minutos. 

El fútbol une. En los barrios de mi infancia, nunca faltaban un balón y una pachanga por las tardes. Los niños aprendían a competir, a ser solidarios, a esforzarse, a trabajar en equipo. En torno a una pelota se trababan amistades que se extendían luego a otras esferas, que desbordaban el estrecho límite del campo para ensancharse y acabar vertebrando los años y la vida. Conforme vas creciendo, empiezas a reconocer en tu equipo de fútbol una forma de entender el mundo y de enfrentarse a él, te reconoces en su historia, en sus avatares, en su filosofía del juego y en su gestión de las victorias y, sobre todo, de las derrotas. El fútbol te enseña el fracaso mucho antes de que el fracaso entre en tu vida.

Pero el fútbol ha cambiado mucho. Hoy día es un estercolero de ambiciones, egos desmedidos y estupidez congénita, es un refugio para el violento y el intolerante, para el agresor, para el imbécil. Los clubes de fútbol, en su mayoría, han perdido su personalidad. Los estadios llevan nombres comerciales y los futbolistas son poco más que tiktokers hábiles con el balón. Todo es negocio, desmesura y merchandising. Brilla mucho, pero es más triste que nunca. Antes los niños soñaban con debutar en el equipo de sus amores, defender sus colores y triunfar en su club. La fidelidad era un valor en sí misma, como en cualquier historia de amor verdadera. A los jugadores les dolía el club porque el club era parte de sus vidas.



La historia de Antony Matheus Dos Santos es especial porque es de esas que ya casi no quedan. Criado en las favelas de Sao Paulo, Antony es un niño de barrio que nació dos veces. La primera fue en Osasco hace 25 años, la segunda en Triana hace apenas uno. Como los emigrantes que miraban con nostalgia infinita las fotos de su ciudad desde el exilio frío, el brasileño añoraba una ciudad que no conocía, un río que nunca había visto correr, trece barras que nunca le habían atrapado el corazón como si fueran las rejas de un cárcel. Cuando llegó a Sevilla, supo que ese era el lugar. 

Durante este verano el jugador ha rechazado todas las ofertas que le han llegado, ha forzado a su club a negociar con el Betis, ha presionado y ha aceptado rebajar su salario a la mitad. Todo por volver al lugar donde fue feliz. Quién sabe cómo acabará esta historia. Y qué importa. Lo importante es que el verano de Antony y el Betis nos ha hecho recordar aquellos campos de tierra de nuestra infancia, aquellos domingos de sol de invierno camino al estadio y la emoción de cantar un gol de tu equipo sabiendo que tantos que ya no estaban lo cantaban contigo. Antony Matheus Dos Santos es el último romántico del fútbol...

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