NO HAY NOSTALGIA PEOR

Crecí en un barrio obrero del cinturón norte de Sevilla. Lejos del mar, mi horizonte era un bosque de cemento y un arroyo medio muerto que serpenteaba por detrás de mi casa. Por las tardes, algunos internos del psiquiátrico que había en los alrededores paseaban libres por las calles. Sus nombres y apodos aún perduran en mi memoria: la Encarna, el Batalla, el Durito, Antonio cara de galo... Tuve como vecinos a un teniente de alcalde socialista al que cada mañana recogía un Mercedes y que en cuanto dejó el cargo salió huyendo del barrio. También a una chica que se enganchó a la heroína y murió muy lejos de su casa a una edad en la que le tocaba empezar a vivir. No fue la única. Para los que fuimos niños en los 80 el paisaje de las jeringuillas tiradas en el suelo era familiar, como lo era el miedo de nuestras madres a que nos pincháramos con una y contrajéramos el SIDA, esa epidemia que a caballo de la heroína dejó para siempre una huella imborrable en mi generación. Sin embargo, no cambiaría mi infancia ni mi barrio por ningún otro. 


La memoria es traicionera, te hace mirar en una dirección para que no veas la parte sucia de la historia y se te joda el recuerdo. Como publicista, no tiene igual. Por eso Rilke dejó escrito que la verdadera patria del hombre es la infancia. A la añoranza que sentimos por el pasado se le llama nostalgia. No es casualidad que uno de los boleros más hermosos que jamás se hayan escrito lleve ese mismo nombre. Tanto la nostalgia como los boleros están llenos de mentiras. 

Cuando vuelvo al barrio siempre lo veo más pequeño, más feo y más inhóspito de lo que lo recordaba. Encuentro todo más sucio, más viejo y descuidado. Los vecinos que gritan y ríen me parecen estruendosos, los niños maleducados y hasta el cielo me parece menos azul, como si hubiera desteñido con el tiempo. Cómo ha cambiado esto, me digo. Pero no es cierto. No es el barrio lo que ha cambiado, sino la mirada del niño que ya no soy. Estos ojos han visto otros países y otros horizontes, estos labios han hablado y aprendido otras lenguas. Como diría mi paisano Machado, "he andado muchos caminos y abierto muchas veredas" Ahora existen dos barrios: el real y el soñado. Y yo estoy condenado a vivir siempre en el segundo.

Esa es la trampa en la que caemos siempre. Como Ulises, regresamos a una patria que sigue siendo la nuestra pero que ya no nos pertenece ni nos recuerda. Y duele volver, aunque siempre volvemos porque no renunciamos a sorprender en una esquina, en un rayo de sol o en una voz que trae ecos del pasado esa sombra que llamamos felicidad. Cuánta razón tenía Sabina cuando escribió que "no hay nostalgia peor que añorar lo que nunca, jamás sucedió."

Y sin embargo...




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