SEPTIEMBRE
En el armario se deshojan los días soleados, el barullo infantil de risas y gritos, la piel bañada de salitre y tardes infinitas. Bien doblada en los cajones, el alma se adormece hasta que vuelva ser reclamada por la alegría. Suben las sábanas que el verano apartó, se entornan las ventanas, los despertadores insultan al amanecer y el café se apresura hasta perder su aura de liturgia. Se engrasan las cadenas de la rutina, se empequeñece el mundo y se alargan las sombras. Llega Septiembre.
Camino de la escuela, el verano aún asoma su rostro en las mochilas, en los cuerpos morenos y en los labios que se resisten a perder el sabor de los besos lentos de la adolescencia. Duele Septiembre al sentarse en el aula, duele al abrir los libros y al mirar el reloj, duele al sentir la libertad escondida en el rincón del recuerdo, como un perro fiel que espera a ser llamado de nuevo.
En las paradas de autobús, en el metro, en el tren, Septiembre se maquilla de más y se afeita de menos, se cuelga al hombro el bolso de las responsabilidades, se anuda la corbata del tedio y llena las ciudades de ruido y desorden. Refugiados en los teléfonos, replegados hacia el interior como buscando camuflarse ante el depredador, los que ayer se miraban hoy se ignoran, se esquivan los que se buscaban y se barnizan todos de hipocresía para confundirse en el anonimato de la masa.
Septiembre dobla la esquina del calendario con el cuchillo del frío a la espalda, despierta los recuerdos de las cicatrices y los huesos de los ancianos, pone en los sueños hogueras y lobos, bosques y niños perdidos. Los poetas afilan el lápiz de la melancolía mientras el gris va invadiendo el paisaje, las calles se alfombran de hojas y el mar se encrespa embistiendo contra las rocas.
Como el amor, entra Septiembre en nuestras vidas sin pedir permiso, inevitablemente dueño del porvenir.
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