Una luz en la ventana

Como si de fantasmas se tratara, sus siluetas vestidas de blanco asoman por las ventanas iluminadas. Aunque cada uno tiene su nombre, sus pacientes les llaman a todos igual: mi médico. No son fantasmas, desde luego, aunque para la Presidenta madrileña como si lo fueran.

Por esas mismas ventanas ahora cerradas asomaron en lo más crudo de la pandemia sus manos hipócritas los gobernantes de Madrid para aplaudir a los médicos. Pero cuando los aplausos cesaron esas mismas manos se volvieron garras para apretar el cuello de la atención primaria, de los pediatras y de todo el personal sanitario. Y apretaban para matar.

Abajo, el pueblo. La gente que llenó las calles en defensa de su sanidad pasa ahora bajo esas ventanas quizás sin saber que allí arriba hay 10 valientes que resisten porque saben que en estas horas se están jugando el futuro. El de todos. Cual delincuentes, han de ir escoltados a la máquina del café y se les prohíbe recibir alimentos del exterior. Al enemigo, ni agua. Y abajo el pueblo camina hacia sus casas o hacia los centros comerciales mientras la luz sigue encendida en el edificio de la Consejería de Sanidad como la estrella que guio a los magos en Oriente.



La infame Ayuso y sus secuaces, los del protocolo de la muerte para los ancianos, están dispuestos a dejar morir la sanidad. Total, ellos no la necesitan. Y la Sanidad se muere. Rodeada de sus seres queridos, de amigos y familiares que se acercan a la cama del moribundo y lloran su pérdida por anticipado. Está bien acompañada, pero se muere igual. Y el pueblo sigue pasando sin elevar los ojos hacia la ventana, ocupados en el Mundial, en la nueva serie, en las redes sociales. Los hay que escupen su rabia en forma de tuit, y no son pocos, pero por muchos que sean nunca son suficientes.

En torno a una mesa, el comité de huelga espera a que alguien les reciba. Estos peligrosos revolucionarios aspiran a tener 10 minutos para sus pacientes, unas condiciones dignas de trabajo y el respeto de la clase dirigente. Esa es la nueva revolución, la de los derechos que creíamos seguros y que ahora nos bailan bajo los pies. Con cada médico que se marcha se nos va un poco de nuestra dignidad y nuestra esperanza, con cada profesional que cuelga el fonendo se nos escapa un poco de libertad, con cada hospital que se privatiza se nos oscurece un poco más el futuro.

Los héroes de la pandemia están cansados. Cansados de ser maltratados y despreciados, cansados de que no se reconozcan su esfuerzo y su trabajo, cansados de doblar casi 30 años de formación para meterlos en una maleta y desdoblarlos en tierra extranjera. De nosotros depende que la luz siga brillando allí arriba, que esos 10 valientes que luchan por nosotros no apaguen el interruptor. Si pasan por debajo de esa ventana, levanten la cabeza. Es un pequeño gesto, pero por algún lado hay que volver a reconstruir nuestra dignidad.


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