CONQUISTA
Bajaron de las montañas, remontaron el río, atravesaron los campos. Vinieron. A lo lejos, sus monturas levantaban remolinos de polvo que quedaban suspendidos en el aire pesado del verano. Al observarlas a contraluz, sus siluetas semejaban espectros de barro.
Afilaron sus hachas, levantaron sus tiendas, encendieron hogueras. Esperaron. Igual que un emisario de alas negras, el miedo atravesó los muros y nos cubrió con su manta raída. Llegaron los malos sueños. Al despuntar el alba, encontramos frente a las puertas de la ciudad la cabeza de un campesino ensartada en una pica.
Izaron sus enseñas, herraron sus caballos, besaron sus reliquias. Callaron. Era un día radiante, y por unos instantes, pareció como si pidieran perdón al mundo mismo por perturbar su quietud. Fue breve. Después se alzó una mano poderosa y el bramido de miles de hombres se abatió sobre nosotros. Antes del primer golpe, de la primera sangre, aquellas palabras incomprensibles ya nos habían derrotado.
Quemaron con el fuego, hirieron con el hierro, violaron con la carne. Vencieron. Con el yunque inmortal fabricaron cadenas que ahogaron nuestras manos, mientras las cenizas revoloteaban a nuestro alrededor como heraldos de las tinieblas. Los niños yacían boca abajo, como pidiendo tierra para sus cuerpos tiernos, y sus madres, sin lágrimas para llorarlos, bajaban la mirada, avergonzadas de seguir con vida.
Arrasaron los templos, mataron a los dioses, trajeron dioses nuevos. Rezaron. Como el día sigue a la noche, llegó un nuevo verano. En la oscuridad de las minas, disputándonos el aire como si de un tesoro divino se tratara, volvíamos a oír los viejos cánticos, y hasta podíamos imaginar que el olor de la selva en primavera nos inundaba por dentro. A cada golpe de látigo en nuestros corazones se abría paso una sola palabra: recordad.
Construyeron imperios, dibujaron los mapas, escribieron los libros. Civilizaron. De los vientres esclavos brotó vida, se mezclaron los cuerpos y las razas y se olvidó el idioma de la tierra. No sabiendo nombrar, se inventaron de nuevo los nombres y se hizo el pan de la semilla nueva que aún sigue sabiendo a sangre en nuestras bocas.
Con acero y con furia, con cruces y palabras, con miedo y con valor, así vinieron. Llega el rumor del río hasta la casa en sombra y la luna arranca un reflejo desvanecido en el puñal.
Es la hora, es la hora, es la hora.
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