HUERFANOS PERO CON IPHONE
Cuando yo era niño, la patria de los niños era la calle, un país de dimensiones
variables y fronteras irregulares en el que éramos soberanos de nosotros mismos
y de nuestro tiempo. Por desgracia,
aquella patria ha sido conquistada por el miedo. En nombre del miedo y la
seguridad los niños han sido expulsados de la calle, han visto reducido su
mundo a las cuatro paredes de su habitación, y sus relaciones sociales y
afectivas, su capacidad asociativa y su conciencia del bien común habrán sido
debidamente amputadas para cuando tengan edad de votar. Para producir
ciudadanos obedientes no hay mejor cantera que la del capitalismo.
Esta pérdida de la identidad colectiva está estrechamente ligada a la
pérdida de derechos y libertades sociales que estamos sufriendo. La comunidad,
entendida como un ente solidario, se ha roto, sustituida por una cultura del
sálvese quien pueda y de ver al semejante no como alguien a quien unirse, sino
como al enemigo contra el que luchar. No nos gustan nuestros iguales porque
reflejan una imagen de nosotros mismos que nos han vendido como un fracaso, y
por eso hay que subir más alto que ellos y aplastarles la cabeza en el camino a
ser posible. Como decía Aute, “ahora que ya no hay trincheras, el combate es la
escalera.”
Así, doblemente huérfanos de calle y de familia, los niños van creciendo en
el individualismo, en la insolidaridad y en el miedo a lo de afuera, que puede
adoptar varias máscaras según quien se apropie del relato. Son víctimas de un
mundo que les necesita sumisos, aturdidos y conformes, convencidos de que no
hay nada que hacer: un ejército de sombras armadas con iphones a los que
conducimos derechos hacia el precipicio.
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