HUERFANOS PERO CON IPHONE

 

Cuando yo era niño, la patria de los niños era la calle, un país de dimensiones variables y fronteras irregulares en el que éramos soberanos de nosotros mismos y de nuestro tiempo.  Por desgracia, aquella patria ha sido conquistada por el miedo. En nombre del miedo y la seguridad los niños han sido expulsados de la calle, han visto reducido su mundo a las cuatro paredes de su habitación, y sus relaciones sociales y afectivas, su capacidad asociativa y su conciencia del bien común habrán sido debidamente amputadas para cuando tengan edad de votar. Para producir ciudadanos obedientes no hay mejor cantera que la del capitalismo.

Esta pérdida de la identidad colectiva está estrechamente ligada a la pérdida de derechos y libertades sociales que estamos sufriendo. La comunidad, entendida como un ente solidario, se ha roto, sustituida por una cultura del sálvese quien pueda y de ver al semejante no como alguien a quien unirse, sino como al enemigo contra el que luchar. No nos gustan nuestros iguales porque reflejan una imagen de nosotros mismos que nos han vendido como un fracaso, y por eso hay que subir más alto que ellos y aplastarles la cabeza en el camino a ser posible. Como decía Aute, “ahora que ya no hay trincheras, el combate es la escalera.”




Estos niños que crecen huérfanos de calle tampoco suelen encontrar en casa esas relaciones afectivas y asociativas que puedan hacer de ellos en el futuro ciudadanos contestatarios. No hablo de sentimientos, sino de una dinámica perversa que hace de las familias núcleos de personas que viven, pero no conviven. En la mayoría de casos, padres y madres se enfrentan a jornadas interminables de trabajo, no son dueños de su presente ni de su futuro, ensombrecido por la incertidumbre, por la amenaza del desempleo, por la precariedad. Los bajos salarios no les permiten tampoco ser dueños de su ocio salvo que este implique quedarse en casa enganchados a una plataforma de televisión consumiendo compulsivamente un capítulo tras otro de la serie de moda. Netflix es el nuevo opio del pueblo. Así, el hogar va dejando de ser un lugar de encuentro y hermandad para asemejarse a esos espacios de coworking donde varios desconocidos se dedican cada uno a lo suyo sin apenas interacción entre ellos. Si en las oficinas hay coworking, en las casas se está instalando el coliving.

Así, doblemente huérfanos de calle y de familia, los niños van creciendo en el individualismo, en la insolidaridad y en el miedo a lo de afuera, que puede adoptar varias máscaras según quien se apropie del relato. Son víctimas de un mundo que les necesita sumisos, aturdidos y conformes, convencidos de que no hay nada que hacer: un ejército de sombras armadas con iphones a los que conducimos derechos hacia el precipicio.

 

 

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