NO HAY NOSTALGIA PEOR
Crecí en un barrio obrero del cinturón norte de Sevilla. Lejos del mar, mi horizonte era un bosque de cemento y un arroyo medio muerto que serpenteaba por detrás de mi casa. Por las tardes, algunos internos del psiquiátrico que había en los alrededores paseaban libres por las calles. Sus nombres y apodos aún perduran en mi memoria: la Encarna, el Batalla, el Durito, Antonio cara de galo... Tuve como vecinos a un teniente de alcalde socialista al que cada mañana recogía un Mercedes y que en cuanto dejó el cargo salió huyendo del barrio. También a una chica que se enganchó a la heroína y murió muy lejos de su casa a una edad en la que le tocaba empezar a vivir. No fue la única. Para los que fuimos niños en los 80 el paisaje de las jeringuillas tiradas en el suelo era familiar, como lo era el miedo de nuestras madres a que nos pincháramos con una y contrajéramos el SIDA, esa epidemia que a caballo de la heroína dejó para siempre una huella imborrable en mi generación. Sin embargo, no camb...